Una de las tantas preguntas de mi niñez y
adolescencia, por fin se respondió. La venía acunando en mi mente desde al
menos el cuarto grado de la primaria hasta el sexto de secundaria. Es decir,
desde toda mi vida.
Cuando era apenas un changuito de seis años,
los docentes eran todos unos dioses para mí. Eran seres supremos con suficiente
poder para determinar qué sería de mi vida. Cuando los veía en la calle,
cruzaba a la vereda de enfrente para evitar verlos y saludarlos. Me daba
vergüenza, hasta el día de hoy no entiendo porqué. Creo que era por esa
sensación de autoridad que nos imponen, por las horas que pasan frente a
nosotros, machacando para hacernos comprender conceptos, por las veces que en
los actos nos miran con el ceño fruncido y controlando cada gesto y movimiento
que hacemos.
Cuando los tenía frente a mí, controlando
todo, como los guardias a los internos de una penitenciaría, tenía miedo a
sonreír. Pero una vez me rebelé... una vez armé un motín individual.
Fue aquella única vez que me eligieron como
abanderado. Mis escoltas estaban sumidos en una seriedad suprema, que había
sido, por supuesto, impuesta por mi seño de jardín. Seño Graciela, que el día
que me egresé de la secundaria me dijo: “Un buen niño siempre se convierte en
un buen hombre”.
Ese día, yo sentía que aquel era el momento de
tomar control de mis impulsos infantiles. Todo mi interior gritó, un alarido me
aturdió y entonces sucedió. No me importaron las consecuencias, no me importó
que mi seño, ese Ser Supremo que controlaba mi vida escolar, me diera un
sermón… simplemente lo hice. Extendí mi brazo, alcé el dedo pulgar y sonriendo
ampliamente, como sólo lo sabe hacer un niño feliz, le hacía muecas a mis
compañeros que estaban formados frente a mí. Hay una imagen inmortalizada de
aquel momento. El pequeño Luis, sosteniendo el Pabellón Nacional y riendo a
carcajadas. “Es el orgullo de llevar la bandera”, siempre me excusé.
Pero el tiempo pasó. Los años se sumaron y
parecía que más tarado y menos inocente me hacía. En la secundaria, descubrí
que los docentes ya no eran dioses. “Esto es alucinante: los docentes son… son
personas como yo”, me dije el día que lo descubrí. La ocasión en que lo hice
fue todo un momento. Escuché a mi profe de inglés hablar por teléfono con su
marido mientras viajábamos en un colectivo. Al parecer, ellos tenían problemas
como todo el mundo y esa imagen del profesor autoritario y mandón se me fue al
tacho. “Ya no son dioses… son simples mortales”.
Con los años, la relación con los profesores va
cambiando. A algunos nunca más los volví a ver, otros todavía hoy, cuando me
ven, me llaman Luisito. Ahora, ya no eran los profesores los misteriosos, sino la Sala de Profesores. ¿Qué
hacen ahí adentro? ¿De qué hablan?
Años después, sin planearlo, la vida me colocó
del otro lado y trabajando en una escuela, lo entendí, lo descubrí, mis
respuestas se contestaron. Dentro de la
Sala de Profesores se toma mate y se fuma descontroladamente.
Verlos ahí, todos juntos, riendo y hablando trivialidades, me remitió a las
terapias de Autoayuda, porque los recreos son los momentos perfectos para que
los docentes se desahoguen. Ahí dentro, me di cuenta que los alumnos son números
y “caras de…” Los reconocen diciendo: “El cuarto alumno que se sienta en la
primera fila a la izquierda”. O, “El que tiene cara de perro”. Y una que nunca
falta: “El hijo de fulanito y menganito”. Pero cuando uno dice “Ferrarassi”,
otro responde “¿Quién?”
Entonces lo comprendí: ¡Los profesores están
todos locos! Y los alumnos se encargan de enloquecerlos. ¿De qué creen que
hablan dos docentes un domingo a la tarde mientras toman mate? ¡Sí, de sus
alumnos! ¿Con quiénes creen que los docentes sueñan por las noches y en las
siestas? ¡Sí, con sus alumnos! Están tan desquiciados que no pueden sacarlos de
la mente. Cuando un año termina y un gran grupo de alumnos se egresa, son los
docentes los que se cruzan de vereda para evitarlos, no quieren verlos ni en
figuritas. Y de eso nos encargamos los ex alumnos: que aunque nuestros profes
tengan setenta años y nosotros treinta les seguiremos diciendo “Profe”. Y ese
no es un mote, es un título otorgado por los alumnos. Uno no se recibe en la
universidad de “Profe”, sino de profesor… que no es lo mismo. El profesor se
hace estudiando, rindiendo parciales, finales, tesis, yendo a prácticas,
haciendo pedagogía. El “Profe” se hace gracias a sus alumnos. El docente que se
cruce con un ex alumno y éste no lo salude como “Profe”, sabrá que ha perdido
la vocación tiempo atrás y que será muy difícil de recuperarla.
La carrera del profesor se basa en ser
profesor y siempre será así, en cambio, el “Profe” se ha ido actualizando a
medida que pasa el tiempo. ¿Cómo llegué a esta conclusión? Muy sencillo. El “Día del
Profesor”, se celebra en honor a José Manuel Estrada, que era profesor,
orador, escritor, periodista y educador. Hoy, los “Profes” son Padres, Madres, Seños
de Guardería, Psicólogos, Mediadores, Policías… Si no era por Estrada, tarde o
temprano iba a ser por otro.
Pero ahora mismo, a medida que me acerco al
final de esta nota y hago rebotar los talones en el piso de un modo nervioso,
ansioso, sabiendo que se acerca ese final, cierro los ojos y sonrío porque me
doy cuenta que, alumnos y profes, hemos llegado a un impasse: ninguno se cruza
a otra vereda, sino que nos damos sendos abrazos y nos decimos cuán jóvenes se
ven unos y cuánto han crecido los otros. Pero aún así, nunca dejo de llamarlos
“Profes”… después de todo, se lo merecen y se lo ganaron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario