viernes, 15 de junio de 2018

RÍO GALLEGOS Y SU PRIMER AMOR



Río Gallegos tiene muchos amigos. He conocido a varios de esos amigos y de otros he escuchado sus historias y mientras pude, le he rendido homenaje a alguno de ellos: al Comandante Viento, al Dr. Invierno, a Inmensidad de Dios alias “la turbia” (o sea, la ría). He mencionado muchas veces a Quique, Maceta, la Trifona, Gamito y otros personajes más que fueron y son íntimos amigos de Río Gallegos, así como el amor de su vida: Walter Roil*.

Pero me estaba quedando algo fuera del tintero: hablar de otro de sus amigos, el Villarino. Si bien los antepasados de Río Gallegos son los tehuelches, genuinos “nycs**”, reales dueños de este territorio, uno de sus primeros amigos fue el Vapor Villarino. Hay quienes dicen que Río Gallegos y Villarino tuvieron un fugaz encuentro amoroso.

Interesado sobre esa parte de la historia, le fui de cara a la ciudad y le consulté si era posta eso y habiéndosele puesto los cachetes colorados, me contó la historia.

El 19 de diciembre de 1885, apareció por la puerta de ingreso a la “turbia”, entre el Cabo Buen Tiempo y donde está Punta Loyola, el muchacho este, Villarino. Nombre completo: ARA Vapor Villarino. Primer buque de guerra de la Armada Argentina. Estaba siendo conducido por un Capitán de nombre Federico Spurr y venía trayendo sobre sus hombros los materiales para construir una base de la Subprefectura Naval y algunos ñatos que la construirían y serían los primeros en vivir acá.

Cuando se vieron, Río Gallegos, interesada, le preguntó que hacía tan al sur y Villarino le dijo que la idea era "Ejercer dominio permanente, directo y categórico sobre el extremo continental del país, en el marco de la defensa de la Soberanía"... o eso había escuchado. Entonces, a Río Gallegos le pareció patriota y bien guapo.

Le contó también que había sido concebido en Inglaterra pero por orden de Avellaneda y Roca. Como si hubiera nacido en un hospital extranjero pero con médicos argentinos. La idea era que se pusiera bien en forma, que se ejercitara para que fuera duro como una piedra y pudiera cargar en sus hombros a todo un batallón de infantería con armamento incluido. Y que la idea era hacer efectiva la soberanía argentina en la Patagonia.

Pasearon por la pequeña localidad, entre el frío, el barro, el vuelo de las gaviotas, se tomaron de las manos y charlaron de bueyes perdidos.

Cuando agarraron un cacho de confianza, Villarino le contó un poco de su pasado, las partes lindas y las partes feas.

“Yo fui a buscar los restos de San Martín a Francia. En mayo de 1880, ya estaba de nuevo en Buenos Aires con el cuerpo, un monumento y los políticos que habían ido para allá”, dijo. “Y durante la Revolución de ese año bombardeé Retiro”. Bajó la mirada, dolido por ese episodio. “Maté varios y herí otros cuantos, entre las milicias rebeldes y la población civil. Y también causé daños en numerosas viviendas y comercios”.

A Río Gallegos le pareció muy pretenciosa su historia, muy “jolibudense”, como si quisiera impresionarla. Ella le contaba sobre el vuelo de las gaviotas, la dura vida de los tehuelches y su modo de vida, el soplo del viento y el intenso frío que hacía todo el tiempo y este “quetejedi” le salía con aventuras, viajes a Francia, el traslado del cuerpo de San Martín y haber matado y herido a gente durante una Revolución. ¡Quién se la creía a esa historia!

Lo cortó por lo sano, le dijo que a ella no le gustaban los mentirosos y agrandados, que ella buscaba más la figura de un hombre cálido, que la mimara y que le contara historias lindas (cuyas características las encontró en Roil).

Finalmente, Villarino se tomó el buque (valga la redundancia), dándole la espalda a la dulce muchacha que nunca más volvió a ver.

Años más tarde, siendo nada más que una dulce adolescente alegre, se enteró que Villarino, a sus 19 años de vida, había muerto. El corazón le dio un vuelco y tuvo que sentarse para no desmayarse. Una de las gaviotas escuchó de otra que el 16 de marzo de ese año (1899), mientras efectuaba su viaje número 101, Villarino fue arrojado sobre un colchón de piedras que están bajo el mar, pero a poca profundidad en las Islas Blancas, en Bahía Camarones, donde agonizó y falleció.

Río Gallegos, inconsolable, preguntó a la gaviota en dónde quedaba Bahía Camarones. “En Chubut, venía para acá, a verte”, le respondió y se fue, empujada por el viento.

Río Gallegos se quedó acongojada, sola, llorando, sintiéndose tan triste que las leyendas cuentan que nunca más sonrió, pero yo no me la creo.

Desde entonces, nosotros, los ocupas de esta tierra, recordamos todos los 19 de diciembre como el cumple de Río Gallegos, pero ella recuerda esa fecha como la del día que conoció a su primer amor.

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