El día que conocí la enfermedad del Alzheimer, investigué
más sobre ella y noté que sería muy feo caer en sus redes. El hecho de divagar,
ver objetos que no están ahí o sentirme perseguido, no es mi mayor
inconveniente, porque, muchos de nosotros divagamos, vemos cosas que no están
ahí y nos sentimos perseguidos y sin embargo estamos sanitos sanitos. La parte
que me da cuiqui es lo de perder mis recuerdos, que permanezcan aún en mi mente
y no poder alcanzarlos con las manos de la memoria. A la enfermedad la
descubrieron unos quetejedis alemanes en 1906 y sigue amenazando a mis
pesadillas hasta hoy en día y seguro que, ocasionalmente, la de alguno de
ustedes.
Lo que quiero decir es que nadie está exento a padecer esta
enfermedad. Y aquellos que pueden temerle, es mejor dejar cosas por escrito o
fotografías de esos momentos que uno valora para toda la vida, así al menos,
los porvenires conocerán sus raíces.
En mi caso, dejo este testimonio antes de que me ataque “el
alemán”, porque aquellas instantáneas que no existen por falta de una cámara o
por no haberme avivado a tomar una foto, deben quedar inmortalizadas de alguna
manera.
Por ejemplo, quisiera haber tenido una foto de esos días que
con mis amigos jugábamos al baseball en la plaza frente a mi casa. Usábamos uno
de los tachos de basura como indicador de la posición del bateador, el banquito
del extremo norte de la plaza era la primera base, la columna que sostenía la
tapia del vecino la segunda y el banquito del lado sur, la tercera. Un “homerun”
consistía en mandar la pelota de tenis con el bate hecho de lo que sea, a la
casa del vecino, tras la tapia. Los festejos del “homerun” terminaban cuando
había que golpear la puerta del vecino y pedirle si nos devolvía la pelota. Y
si no estaba el vecino, se daba por finalizado el partido, hasta nuevo aviso.
El aviso consistía en un toque de timbre en cadena: yo a él, él a aquel, aquel
a ese otro, ese otro al de más allá… Esa sería una foto digna de estar colgada
en una pared.
O una foto de esas tardes que con esa gran paciencia que
caracterizó una infancia sin mucha tecnología, confeccionábamos kartings hechos
de una tabla grande (lo suficiente para que uno se sentara encima), cruzábamos
una vara de madera gruesa en la parte posterior y la asegurábamos con dos
tornillos grandes. Cruzábamos otra en la parte delantera y le clavábamos un
tornillo en el medio, cosa que pudiera moverse. En los extremos de las varas le
metíamos rulemanes que oficiaban de ruedas y finalmente colocábamos una cuerda
que conectaba el karting con el caño del asiento de una bici. Y así, andando en
ese karting dejábamos que nuestras horas resbalaran por la calle, sin pensar en
nada más que pasar un buen momento. Si tuviera esa foto, ya tendría un par de
lágrimas encima.
Quisiera avanzar en el tiempo y tener una foto de ese pibe
dando su primer beso, pero no es que me importe recordar con quién fue. Quizá
para muchos el primer beso no signifique nada, pero para ese pibe que vive en
medio de los años 90, sí. Aunque sea, una foto tomada entre las ramas de unos
árboles, a lo espía. Y si querés que esté un cacho nublada, bueno, que esté
nublada. Pero quisiera tenerla al menos para recordar cómo era el amor antes de
que se convirtiera en esta pantomima que es hoy.
También quisiera una foto de ese exacto momento en que
después de tres agónicos años de búsqueda, mi esposa me dijo que el test de
embarazo le dio positivo. Nos abrazamos y lloramos y así estuvimos por tres o
cuatro días. La descarga emocional de aquel momento permanece en mi corazón y
en mi piel cada vez que lo rememoro. Y si el alemán se lleva esos recuerdos, no
sé qué será de mí. Porque ese exacto instante será mi explicación cuando mi
hija Antonella me pregunte, el día de mañana, qué es la felicidad. Y cuando
pregunte qué es el amor, mi explicación también será ese momento. Al igual
cuando me pregunte qué es el sacrificio, la fe, la esperanza, la paciencia. En
cada ocasión, siempre será la misma respuesta.
Sólo cuatro ejemplos entre miles. Y por último pero no más
ni menos importante que esos, este exacto momento en que me encuentro
escribiendo esta nota. El exacto momento en que ladeo la cabeza, arrugo el
ceño, cruzo las piernas y jugueteo con mis pies y saco jeta como si quisiera
darle un beso a la pantalla de la compu. Entonces sabré que una vez soñé con
convertirme en escritor y cuando mi hija lea esto o vea las fotos, sabrá que su
padre, ya viejo y quizá vencido por el alemán, hizo lo que más le gustaba: fue
un niño inocente, conoció el primer amor, experimentó lo que era la felicidad y
los resultados de la fe e hizo todo lo posible por cumplir su sueño de
escribir.
¡Click! Sonó el obturador. Quiere decir que algo llegó a su
fin y que debe quedar inmortalizado.
ESOS
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