Si yo tuviera que escribir el currículum
de mi papá, el primer trabajo que tuvo, para mí, fue en la fábrica de Perkins
en Córdoba Capital. De ese trabajo me acuerdo las largas horas de añoranza y
espera para volverlo a ver. Salía de casa luego de darme un beso, caminaba
hasta perderse por el pasaje mientras yo me pegaba a la ventana como un peluche
con sopapas, lo veía alejarse y lloraba a moco tendido.
Yo no entendía nada sobre los juicios, despidos,
desempleo. Para mí, no existían la plata, los aportes jubilatorios, la edad
mínima para tener un trabajo, las tensiones domésticas por ajustados
presupuestos y las discusiones por ello.
Para mí existían mi papá, su barba y su
barriga.
La barba da un toque de “no se qué” a esa
imagen de papá que uno ya tiene. Recuerdo cuando se la recortaba y la tijera
parecía agarrarle la piel del cuello, yo apretaba los dientes como si me fuera
a doler a mí, pero no, a él no le dolía.
Barba y barriga. Yo la tendré en algún
momento… a las dos (una ya está en crecimiento). Es una tradición familiar. Hay
tradiciones que se siguen por décadas y hasta siglos. Padres que han trabajado
en un determinado rubro por toda su vida, pasa el legado a los hijos y éstos a
los suyos y los suyos a los suyos… y así, hasta que uno rompe el esquema porque
no le interesa la tradición y probablemente tampoco la familia.
He visto fotos de mi papá cuando mi
hermano mayor Mariano nació. Cuando tenía 33 años, allá en 1978, ya tenía barba
y pelo largo. Se parecía a John Fogerty, con esa onda setentosa que marcó un
hito en las personas y era objeto de observaciones sospechosas en una época
oscura de nuestra historia como país y que a mí no me cierra todavía.
Cuando nació mi hermano del medio, Nicolás,
en 1980, todavía tenía esa barba.
Cuando nací yo, en 1985, él tenia 40 años
y todavía la tenía. Me acuerdo porque hizo el papel de José, mi mamá de Virgen y
yo de Jesusito en la dramatización del Nacimiento del Mesías. Encajaba perfecto
con el papel. Mi mamá también, lástima que en la foto que inmortaliza el
momento, ella está usando un reloj que no creo haya existido hace 2012 años.
Cada vez que observo la foto, me recuerda a “Encuentre las siete diferencias”.
De un lado, la foto sería la correcta, en la otra, mi mamá tendría el reloj.
Mi papá, en ese entonces, ya tenía barba
y empezaba a crecerle una barriga. La barriga de la buena vida. La barriga que
dice “sí, soy feliz”.
Papá, ¿te miraste al espejo? Todavía
tenés barba y barriga… y te faltan tres días para cumplir 67 años. ¿Todavía sos
feliz? Yo se que sí, sino te hubieras afeitado y hubieras perdido mucho peso,
cosa que suelen hace los hombres cuando se separan. Papá, se que Cormillot
pregona la vida sana y si querés bajar de peso, bajate unos kilitos, pero por
favor no te cortés la barba. ¿Qué será de mí, de mis hermanos, de todos los
bebés que siempre le han tenido miedo y que otros te la tironeaban? Pensá en todos
a los que hiciste felices y todos los que se confundirán. “No, no, ese no es el
Rolo”.
Quiero saber algo, es una pregunta que
tontamente esperé más de diez años para hacértela: ¿Yo también le tuve miedo a
tu barba? Cerraré los ojos y esperaré tu respuesta… (que sea sí, que sea sí,
que sea sí, que sea sí…)
No veo que aquel Luisito, ya más grande y
acostumbrado a la imagen de su padre barbudo, que va a cococho tuyo tenga miedo
de tu barba. Nos veo a los dos bajando del colectivo línea 30 y caminando hacia
el negocio que atendías con mamá en calle Sarmiento e ibas diciendo “Llegamos
al coskio… llegamos al coskio…”
Nos veo a los dos desayunando juntos esas
mañanas oscuras cuando iba a la secundaria. Abrías la puerta de mi pieza
despacito y me despertabas con un susurro y mientras me desperezaba y me
quitaba las lagañas me preguntabas si quería café… bah, en realidad, me hacías
la clásica seña del cortado. Esas mañanas me transportan directamente a la voz
de Miguel Clariá, al olor a café y al cálido ambiente de la cocina.
¡Viejo, si alguna vez tengo que ceder
algo, no serán mis recuerdos! Eso dalo por seguro. Y recién tengo 26 años, ¿qué
me queda para cuando llegue a tu edad? No vivo de los recuerdos, pero tampoco les
doy la espalda, porque esas decisiones y esas experiencias me colocaron donde
estoy: sentado frente a la compu, tecleando y tecleando, sacando palabras de la
mente y cerrando los ojos cada tanto para visualizarte y viajar a los
recuerdos. Me gusta recordar y si tengo un miedo es que me ataque “el alemán” y
empiece a olvidarme de las cosas. No por nada estas “Descolecciones” se basan
de recuerdos: son como mis memorias por si las moscas…
Me llegan más imágenes: mi papá llegaba
del laburo, se bajaba del auto y cuando el reloj marcaba las cinco de la tarde,
se podía escuchar en la cocina el tintineo de una cuchara chocando contra un
posillo de café… ese era mi papá haciéndose un batido.
Recuerdo cuando cometí el gravísimo error
de abandonar los batidos que él me hacía porque eran muy dulces. Ahora, cada
vez que voy a Córdoba, me pongo al día y yo se lo pido. Yo igual me hago
batidos, pero no es lo mismo.
Si me pidieran que haga un listado de los
cinco íconos que definan a mi papá (además de la barba y la barriga), estos
serían:
1) Sus lágrimas al emocionarse (cosa que
pasa con mucha frecuencia). Cuando mi papá mira el Festival de Cosquín y canta
un artista que él admira, llora.
2) Sus palabras típicas: “Piringundín”,
“la” paraguas, “la” pijama y cuando estaba medio copeteado el infaltable “Salud
por eso” que tantas rabietas le daban a mi mamá.
3) El soplido al doblar con el auto.
Cuando conduce y le toca girar, luego de poner el guiño, infla los cachetes,
aguanta el aire y a medida que hace la maniobra, expulsa el aire de a poquito,
como la válvula del tensiómetro.
4) La broma del codo que resbala. Durante
la sobremesa, mi papá apoyaba el codo en la mesa y en su mano la cabeza y
mientras cabeceaba, hacía de cuenta que se resbalaba y se despertaba de
repente. Digo “hacía de cuenta”, porque al principio lo creía en serio.
5) La expresión de perrito mojado que me
hacía cuando me mandaba a comprarle Malboro box 20. Ni siquiera tenía que
hablar. Me extendía el billete, inclinaba la cabeza y me hacía una sonrisa de
“por favor”. Lo bueno de todo esto es que me regalaba el vuelto. Causas para
honorificar a mi viejo: dejó el pucho de un día para el otro.
Los años pasan, viejo… pero tu barba, tu
barba sigue intacta.
¿Acaso no te acordás aquella vez cuando
te la cortaste y te dejaste el bigote para ser guardia de seguridad y nadie te
reconocía? Claro, no eras mi papá. Mi papá tenía barba.
Como todo viejo sabio cuya cabellera tuvo
color y ahora su pelo tiene ribetes grises, tu barba ha pasado por el mismo
proceso.
Rojo como la sangre.
Verde de la esperanza.
Gris de los viejos que son sabios.
Y aún así, los que tenían barba eran
vistos como mendigos, zaparrastrosos, dejados, vagabundos… Jesús la tuvo y no
creo que haya sido nada de eso. Aun así, yo quise tener barba. Quise ser ese
vagabundo. Lo fui. Hasta que los reglamentos me lo impidieron.
Pero algún día seré ese clásico retirado barbudo,
pelado, con barriga al que los bebés le tengan miedo y mantendré esa sonrisa
que mi papá mantenía cuando nos tenía todo para él y a mis hijos los mandaré al
“coskio” a que me compren el pan y no me cortaré la barba ni aunque se me llene
de piojos, esperando ese dichoso momento en que las vetas color gris empiecen a
teñir mi creciente, brillante y orgullosa barba.
Yo no romperé el esquema, viejo.
Barba y barriga… ese es mi papá.
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