viernes, 9 de marzo de 2018

HOMENAJE A ESOS TÍOS QUE HICIERON DE MÍ, UN NIÑO FELIZ





Hoy me levanté pensando en dos de mis familiares que han sido parte de mi niñez y han estado presentes siempre. Pensé en ellos porque no falta un día en que hablo o pienso en mis sobrinos: Micaela, William, Diego, Nahuel y Camilo. Pienso en ellos y me veo a mí mismo como tío. Todos ellos, a excepción de uno, viven a 2.800 km. de acá. Los veo poco, como se darán cuenta. Y esto me hace pensar que para ellos debo ser el “tío de lejos”, ese que cuando puede se pega un vueltín y los pasa a ver.
Luego pienso en mi otro sobrino, el que vive acá y en cuán seguido lo veo en comparación con los otros. Pucha, a fin de cuentas, si uno pudiera repartirse, no existirían las injusticias, ¿no?
Eso me llevó a pensar en dos tíos que fueron parte de mi niñez, uno de ellos era mi “tío de lejos” y la otra, la tía que veía casi todos los fines de semana.
Así es que me llegan estas imágenes: Alta Gracia, ciudad cordobesa a la que cada vez que uno se introduce tiene que inclinarse y hacer una reverencia. Parece ser una ciudad antigua, pero los jóvenes están a la orden del día. Cuando fueron a una fiesta dicen “Alta joda”, cuando ven a una chica linda dicen “Alta mina” y cuando cuentan un buen chiste dicen “Alta Gracia”.
Todo parece ser hermoso en Alta Gracia, en la vida de aquel niño, hasta que ve salir por la puerta a su tía y sabe que se acabó la diversión. “Esta noche duermo acá”, piensa el niño y parece que el mundo se le viene a pique.
Es que mi tía Lili era buenísima, tan buena que daba la vuelta entera y se transformaba en un tirano. Sentir la voz de mi tía retándome era casi tan espeluznante como oír la de mi vieja. Mi tía era hilarante, graciosa, tenía mucha onda. “Alta onda”. Le gustaba hacer bromas con nosotros y así, mientras se reía con su risa estentórea y nos contagiaba a todos, cambiaba su expresión en cuestión de segundos a una seriedad suprema, le lanzaba una mirada fulminante a mi primito menor y lo ponía en caja. A veces, creo que más que ponerlo en caja, debía haberlo mandado por encomienda a Sri Lanka o algunas de las islas del Pacífico. ¡Bien lejos!
La casa de mis tíos era chiquita, pero entraba de todo. Mi tía era la campeona local de tétris doméstico. Al fondo de la casa, estaba la pieza de mis primos donde pasábamos muchas horas. En esa pieza dormía yo. Ahí comenzaba mi pesadilla.
Primera prueba: meterme en la cama para acostarme. Mi tía tendía la cama tan tirante y ajustada que tenía que meter las piernas y dar patadas para desajustarlas. Segunda prueba: justo al horario de dormir se le ocurría poner el lavarropas, que estaba ubicado en la antesala a la pieza y cada tanto encendía la luz para buscar o revisar algo. El haz de la luz me daba de lleno en la jeta. Tenía que taparme con el antebrazo los ojos.
La pesadilla, en síntesis, era que uno creía poder descansar de la autoridad y dictadura de los padres y estaba muy equivocado. Ojo, que esta es mi única forma de decirle a mi tía: Gracias.
Cuando veía el trato que mi tía le daba a mis primos, ya me iba haciendo una idea a qué clase de vacaciones se referían mis padres. Mis viejos eran los que vacacionaban de nosotros, pero ellos nunca sabrán que en la casa de mi tía la pasaba de lujo.
Mi tía es muy graciosa. Se ríe con toda el alma.
El santo Carlos Borromeo dijo una vez que si le notificaran que dentro de una hora se acabaría el mundo, él seguiría jugando su partida de ajedrez. Bueno, si le hubieran dicho a mi tía lo mismo, ella seguiría riéndose.
Mi tía tenía un kiosco en su casa y vendía de todo: chicles, pan, juguetes, gaseosa y risas por kilo. “Hola, doña, me da un kilo y medio de risas”. Entonces, mi tía contaba un chisme y se reía dentro de una bolsa, la pesaba y te cobraba. Pero yo tenía un privilegio: a mí no me cobraba. Era capaz de cobrarme los caramelos que sacaba (no sé cómo hacía, pero me calaba siempre), pero no me negaba una risa y no me negaba una llamada de atención. Una vez, a mi primito menor (ese que les mencioné recién, que era tan insoportable, que yo lo hubiera mandado a Madagascar o Camboya a pescar) le pegué con una lata de aerosol en el medio del mate. Estábamos él, mi otro primo (su hermano) y yo. Mi tía lo fajó al menor por alcahuete, a mí por pegarle y a mi otro primo por no hacer nada. Mi tía era justa.
Mi tía… mi tía siempre está igual. Y no quiero que cambie. Si es más de lo que es o menos, no es mi tía. Y si algún día la vuelvo a ver y noto que en los primeros cinco minutos no me hace un chiste, es que ha cambiado y entonces, de algún modo, le ayudaré a volver a encontrar el camino.
En cuanto a mi “tío de lejos”, él siempre me pasaba a visitar y cuando pasaba, el día se terminaba para mí. Nada más existía. Yo no era como esos chicos que saludan, esperan el regalo del “tío de lejos” (y supuestamente “el tío de plata”) y después se van a la calle a jugar. Mi tío se merecía toda mi atención. Yo era un changuito y sin embargo, ahí me quedaba, haciéndole compañía, demandando palabras de halago y los típicos mimos en el que nos revuelven los pelos y nos dicen cuánto hemos crecido.
Mi tío Tati era gordo y pelado, muy parecido a Larry de los Tres Chiflados, pero con más barriga y más cara de loco. Tenía una sonrisa y un modo de ser muy particular de los leoninos. Él se sentaba en la punta de la mesa y era el dueño de las reuniones. No importaba cuánto te esforzaras por llamar la atención o cuántos chistes habías preparado, él siempre iba a la vanguardia. Terminaba de comer, se inclinaba en la silla y se daba palmaditas en la barriga y citaba a mi abuelo: “Qué rica estaba esta porquería”. Eran esos momentos en que me decía que estaba en el momento y en el lugar indicado. No quería crecer, no quería que se fuera, no quería dejar de hablarle así él no tenía tiempo de mirar su reloj y de despedirse.
Normalmente, aunque yo no lo esperaba, él me llamaba, “Vení, ahijao”, me apartaba del resto y me tiraba unos mangos. Tati, si pudiera cambiar todos esos billetes por una extensión de vida, lo hubiera hecho sin pestañear. Es que, su vida fue complicada y al tiempo, cuando yo ya era más grande, se mudó a Alta Gracia y ahora sí que todo era perfecto: los dos tíos, hermanos entre sí, haciendo bromas en la ciudad de la Gracia. ¿Qué más podía pedir?
Mi tío Tati fumaba mucho. Encendía un cigarrillo con el que estaba terminando. Recuerdo ese ademán, tanto como recuerdo el de mi abuelo pasando la yema del dedo índice por el puente de una cuchara y luego doblarla sin esfuerzos. Un truco de magia de todos esperábamos de él. Bueno, Tati fumaba. Y miraba boxeo. Deporte que nunca me gustó, pero que miraba si mi tío lo hacía. Se sentaba con sus cigarrillos, ponía “Combate Space” y ahí nos pasábamos horas.
Decía que hubiera dado todo por una extensión de vida, porque Tati “se fue” en 2002, cuando le quedaba mucho para dar y a mí mucho para recibir. De haber sabido a la tierna edad de ocho años que la gente que moría, no volvía nunca más, habría donado toda la plata, pero luego entendí que él nunca se fue.
Cuando vacacionábamos en casa de mi abuela, mi mamá me mandaba a dormir temprano, mientras mi tío se sentaba a ver peleas. Cuando se aseguraba de que todos estuviesen dormidos, me llamaba para ver el boxeo con él.
Hoy, ni aún él lejos de esta tierra es el “tío de lejos”, porque hoy más que nunca, está cerca, muy cerca. Lo veo sentado frente a la tele viendo peleas, encendiendo un cigarrillo y diciendo: “¿Me vas a hacer compañía, ahijao?”
“Tío, contá conmigo”.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

logos