Hoy
me levanté pensando en dos de mis familiares que han sido parte de mi niñez y
han estado presentes siempre. Pensé en ellos porque no falta un día en que
hablo o pienso en mis sobrinos: Micaela, William, Diego, Nahuel y Camilo.
Pienso en ellos y me veo a mí mismo como tío. Todos ellos, a excepción de uno,
viven a 2.800 km. de acá. Los veo poco, como se darán cuenta. Y esto me hace pensar
que para ellos debo ser el “tío de lejos”, ese que cuando puede se pega un vueltín
y los pasa a ver.
Luego
pienso en mi otro sobrino, el que vive acá y en cuán seguido lo veo en
comparación con los otros. Pucha, a fin de cuentas, si uno pudiera repartirse,
no existirían las injusticias, ¿no?
Eso
me llevó a pensar en dos tíos que fueron parte de mi niñez, uno de ellos era mi
“tío de lejos” y la otra, la tía que veía casi todos los fines de semana.
Así
es que me llegan estas imágenes: Alta Gracia, ciudad cordobesa a la que cada
vez que uno se introduce tiene que inclinarse y hacer una reverencia. Parece
ser una ciudad antigua, pero los jóvenes están a la orden del día. Cuando
fueron a una fiesta dicen “Alta joda”, cuando ven a una chica linda dicen “Alta
mina” y cuando cuentan un buen chiste dicen “Alta Gracia”.
Todo
parece ser hermoso en Alta Gracia, en la vida de aquel niño, hasta que ve salir
por la puerta a su tía y sabe que se acabó la diversión. “Esta noche duermo
acá”, piensa el niño y parece que el mundo se le viene a pique.
Es
que mi tía Lili era buenísima, tan buena que daba la vuelta entera y se
transformaba en un tirano. Sentir la voz de mi tía retándome era casi tan
espeluznante como oír la de mi vieja. Mi tía era hilarante, graciosa, tenía
mucha onda. “Alta onda”. Le gustaba hacer bromas con nosotros y así, mientras
se reía con su risa estentórea y nos contagiaba a todos, cambiaba su expresión
en cuestión de segundos a una seriedad suprema, le lanzaba una mirada
fulminante a mi primito menor y lo ponía en caja. A veces, creo que más que
ponerlo en caja, debía haberlo mandado por encomienda a Sri Lanka o algunas de
las islas del Pacífico. ¡Bien lejos!
La
casa de mis tíos era chiquita, pero entraba de todo. Mi tía era la campeona
local de tétris doméstico. Al fondo de la casa, estaba la pieza de mis primos
donde pasábamos muchas horas. En esa pieza dormía yo. Ahí comenzaba mi
pesadilla.
Primera
prueba: meterme en la cama para acostarme. Mi tía tendía la cama tan tirante y
ajustada que tenía que meter las piernas y dar patadas para desajustarlas. Segunda
prueba: justo al horario de dormir se le ocurría poner el lavarropas, que
estaba ubicado en la antesala a la pieza y cada tanto encendía la luz para
buscar o revisar algo. El haz de la luz me daba de lleno en la jeta. Tenía que
taparme con el antebrazo los ojos.
La
pesadilla, en síntesis, era que uno creía poder descansar de la autoridad y
dictadura de los padres y estaba muy equivocado. Ojo, que esta es mi única forma
de decirle a mi tía: Gracias.
Cuando
veía el trato que mi tía le daba a mis primos, ya me iba haciendo una idea a
qué clase de vacaciones se referían mis padres. Mis viejos eran los que
vacacionaban de nosotros, pero ellos nunca sabrán que en la casa de mi tía la
pasaba de lujo.
Mi
tía es muy graciosa. Se ríe con toda el alma.
El
santo Carlos Borromeo dijo una vez que si le notificaran que dentro de una hora
se acabaría el mundo, él seguiría jugando su partida de ajedrez. Bueno, si le
hubieran dicho a mi tía lo mismo, ella seguiría riéndose.
Mi
tía tenía un kiosco en su casa y vendía de todo: chicles, pan, juguetes,
gaseosa y risas por kilo. “Hola, doña, me da un kilo y medio de risas”. Entonces,
mi tía contaba un chisme y se reía dentro de una bolsa, la pesaba y te cobraba.
Pero yo tenía un privilegio: a mí no me cobraba. Era capaz de cobrarme los
caramelos que sacaba (no sé cómo hacía, pero me calaba siempre), pero no me
negaba una risa y no me negaba una llamada de atención. Una vez, a mi primito menor
(ese que les mencioné recién, que era tan insoportable, que yo lo hubiera mandado
a Madagascar o Camboya a pescar) le pegué con una lata de aerosol en el medio
del mate. Estábamos él, mi otro primo (su hermano) y yo. Mi tía lo fajó al
menor por alcahuete, a mí por pegarle y a mi otro primo por no hacer nada. Mi
tía era justa.
Mi
tía… mi tía siempre está igual. Y no quiero que cambie. Si es más de lo que es
o menos, no es mi tía. Y si algún día la vuelvo a ver y noto que en los
primeros cinco minutos no me hace un chiste, es que ha cambiado y entonces, de
algún modo, le ayudaré a volver a encontrar el camino.
En
cuanto a mi “tío de lejos”, él siempre me pasaba a visitar y cuando pasaba, el
día se terminaba para mí. Nada más existía. Yo no era como esos chicos que
saludan, esperan el regalo del “tío de lejos” (y supuestamente “el tío de
plata”) y después se van a la calle a jugar. Mi tío se merecía toda mi
atención. Yo era un changuito y sin embargo, ahí me quedaba, haciéndole
compañía, demandando palabras de halago y los típicos mimos en el que nos
revuelven los pelos y nos dicen cuánto hemos crecido.
Mi
tío Tati era gordo y pelado, muy parecido a Larry de los Tres Chiflados, pero
con más barriga y más cara de loco. Tenía una sonrisa y un modo de ser muy
particular de los leoninos. Él se sentaba en la punta de la mesa y era el dueño
de las reuniones. No importaba cuánto te esforzaras por llamar la atención o cuántos
chistes habías preparado, él siempre iba a la vanguardia. Terminaba de comer,
se inclinaba en la silla y se daba palmaditas en la barriga y citaba a mi
abuelo: “Qué rica estaba esta porquería”. Eran esos momentos en que me decía
que estaba en el momento y en el lugar indicado. No quería crecer, no quería
que se fuera, no quería dejar de hablarle así él no tenía tiempo de mirar su
reloj y de despedirse.
Normalmente,
aunque yo no lo esperaba, él me llamaba, “Vení, ahijao”, me apartaba del resto
y me tiraba unos mangos. Tati, si pudiera cambiar todos esos billetes por una
extensión de vida, lo hubiera hecho sin pestañear. Es que, su vida fue
complicada y al tiempo, cuando yo ya era más grande, se mudó a Alta Gracia y
ahora sí que todo era perfecto: los dos tíos, hermanos entre sí, haciendo
bromas en la ciudad de la Gracia. ¿Qué más podía pedir?
Mi
tío Tati fumaba mucho. Encendía un cigarrillo con el que estaba terminando.
Recuerdo ese ademán, tanto como recuerdo el de mi abuelo pasando la yema del
dedo índice por el puente de una cuchara y luego doblarla sin esfuerzos. Un
truco de magia de todos esperábamos de él. Bueno, Tati fumaba. Y miraba boxeo. Deporte
que nunca me gustó, pero que miraba si mi tío lo hacía. Se sentaba con sus
cigarrillos, ponía “Combate Space” y ahí nos pasábamos horas.
Decía
que hubiera dado todo por una extensión de vida, porque Tati “se fue” en 2002,
cuando le quedaba mucho para dar y a mí mucho para recibir. De haber sabido a
la tierna edad de ocho años que la gente que moría, no volvía nunca más, habría
donado toda la plata, pero luego entendí que él nunca se fue.
Cuando
vacacionábamos en casa de mi abuela, mi mamá me mandaba a dormir temprano,
mientras mi tío se sentaba a ver peleas. Cuando se aseguraba de que todos
estuviesen dormidos, me llamaba para ver el boxeo con él.
Hoy,
ni aún él lejos de esta tierra es el “tío de lejos”, porque hoy más que nunca,
está cerca, muy cerca. Lo veo sentado frente a la tele viendo peleas,
encendiendo un cigarrillo y diciendo: “¿Me vas a hacer compañía, ahijao?”
“Tío,
contá conmigo”.
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