viernes, 9 de marzo de 2018

EL EDIFICIO DE LOS LIBROS





Como Jefe de Consorcio, los libros siempre fueron mi compañía.
Están ahí, ocupando sus respectivos lugares en el edificio de los libros.
En la Planta Baja están los santacruceños y nacionales. De esta manera, Carlitos Besoaín puede charlar con su ídolo, Jorge Luis Borges, tomar café juntos y charlar sobre la inmortalidad. El otro día, lo vi al Poeta de la Bicicleta preguntándole a Adolfo Bioy Casares si conocía por la zona una bicicletería. Y fue lindo verlo al Negro Fontanarrosa charlando con Juan Bautista Baillinou y Arnulfo Basanta, mientras fumaban. En este piso se filtró Gabriel García Márquez, pero esto es porque él y Alejandro Casona no tienen un piso específicamente para ellos. “¿Todos hablan español?” les pregunto. “Sí”, responden. Y con esto, se acabó la discusión.
A García Márquez le gusta mucho charlar con Héctor Rodolfo Peña y hablan sobre náufragos, amoríos y otros demonios, los años de soledad, sobre ventisqueros y furias, sobre aquella trágica gaviota patagónica y comparan el clima colombiano con el patagónico. Y Casona y Roberto Leydet ya hablan de poesía y teatro. En una ocasión, Jorgito Curinao, poeta santacruceño, mientras va nadando, esquivando cactus y sábanas de viento y diciendo sus plegarias del humo, me contó que los vio preparando adaptaciones teatrales de algunas poesías de Leydet. Las poesías de “Se llama Santa Cruz”, dramatizadas… el libro “La barca sin pescador”, poetizada.
En el Primer Piso están los clásicos. Ellos son medio viejitos, así que hice instalar un ascensor especial para ellos; no vaya a ser que se me caigan por las escaleras y pierda a uno. Es alucinante ver que se crucen en los pasillos del Primer Piso Nietzche, Dostoievski, Kafka, Verne, Alighieri, Stevenson y Conan Doyle. A Conan Doyle, los otros lo cargan siempre con el “Sir”, pero Arthur se encoge de hombros restándole importancia y sigue tomando su te. El otro día escuché que Shakespeare y él tenían ganas de unir a Macbeth y Sherlock en un libro. ¡Que lo parió, espero estar vivo para verlo!
En ese piso sucede algo curioso: cada vez que se corta la luz es porque H. P. Lovecraft y Poe andan haciendo de las suyas y asustando a los demás.
En el Segundo Piso, están aquellos que gracias a los vecinos, han sido famosos y les ponen el alias de “Best Seller”. Ahí vive mi favorito de ese piso: Ray Bradbury, quien cada tanto tiene a sus vecinos sentados como indios en el piso y les cuenta sus crónicas… los tiene embelezados a todos, aún a tipos tan experimentados como William P. Blatty (quien tiene bajo su nombre a “El Exorcista”), a John Grisham (quien aburre a todos con sus clases de abogacía) y muchachos como Dean Koontz o John Katzenbach. Visito muy seguido a Bradbury. El otro día le di a probar el mate argentino y se quedó de cara. Bradbury le tiene miedito a las sirenas de los Bomberos. Tiene pesadillas con que algún día, la quema de libros se repita.
Y en los dos últimos pisos están los más de cuarenta hijos que Stephen King dejó en mi edificio. Como lo aprecio mucho, acomodé a sus pibes por nacimiento. Cada tanto, “Carrie”, que ocupa el primer departamento, se sube a “Christine”, el auto que tiene vida y llevan a pasear al perro “Cujo” por la playa de “Duma Key”. Ayer me acerqué a King y le pedí si me enseñaba dónde quedaba el “Cementerio de Animales”, ya que habría muchos perritos en la Avenida Balbín que lo necesitarían.
Hace unos días fui al Banco con uno de mis inquilinos y cuando los de seguridad me vieron sentado y con la cabeza agachas, se me acercaron para decirme que no podía usar el celular y me vieron con un libro. Me miraron raro. Sí, todavía hay gente que lee libros, no soy el único. Leer un libro digitalizado no es lo mismo: es pura ausencia. Es como decirle feliz cumpleaños a un ser querido por el Facebook y no con una llamada telefónica. La ausencia de no hacer contacto con las cosas que nos gustan y las personas que apreciamos, es lo que nos está llevando a esta nefasta era de impersonalidad. Además, según tengo entendido, los celulares de hoy también sirven para hacer llamadas.
Cuando tengo que limpiar el edificio, no les paso el plumero. Me dijeron que no les gustaba. Claro, resulta que el otro día me pasé el plumero por la cara y sí, es molesto. Así que, los soplo y cuando están panchos, apolillando o distraídos, les paso una franela.
Son frágiles y manipulables, ya sea que tengan fachada blanda o dura; pero aún así, en su esencia tienen un núcleo de poder ilimitado que ni ellos mismos conocen. Cuando sus ventanas permanecen cerradas ante el mundo, mostrando solamente sus rostros, son tan vulnerables como un niño. Pero cuando se abren, dejan salir ese poder que penetra las mentes, busca un lugar, deja su huella marcada en algún páramo y no se borra más.
Yo, por mi parte, me voy a tomar unos minutos para visitar a mis inquilinos, llevarles unos sacramentos, cebarles mate, escuchar de cada uno esas historias que tienen para contarme y sentirme cerca, presente. Sentarme con ellos cada vez que se suma un vecino nuevo y comentarles las reglas del edificio, aunque detrás de las formalidades, se deja traslucir, lo sé, que el mensaje es: “Nunca me abandonen”.
Aunque el silencio, a veces, es nuestro lenguaje, nunca dijeron nada sobre si era un buen jefe. Espero que sí. Los valoro demasiado y sus opiniones me interesan.
Y cuando me doy cuenta que los ignoro mucho tiempo, me autocastigo. Para que la cosa sea equitativa, les doy a elegir mi propio castigo.
-Díganme –exclamo y los miro seriamente y dolido por la tensión-. ¿Qué tengo que hacerme a mí mismo, como castigo, para que me perdonen?
-¡Pasate el plumero por la jeta! -responden al unísono.
Y reímos juntos.
Y ya está, somos amigos de nuevo.


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