No
se si lo han notado pero hay carteles azules en varias de las calles de la
ciudad, ¿los han visto?
Leerlos
es tan interesante como aquel juego que inventé para entretener a mi sobrino, que
consistía en encontrarle formas a las estatuas de la Plaza San Martín.
“A
esta le falta la cabeza, tío”, me dijo y sin saber qué responderle, caí en lo
que todos decimos: “Fueron los nenes malos”.
A
51º37’23.94’’ Sur – 69º12’57.43’’ Oeste se encuentra una plaza. Plaza San
Martín. Ex plaza Mitre. Histórica plaza. Espacio verde al que no le gusta el
otoño, aunque le queden bien las hojitas doradas repartidas, sin un orden
aparente, por toda su extensión. Plaza mítica que espera con ansias una nevada
que nunca llega. Una nevada… pero una nevada posta.
Plaza
que estuvo encerrada en el pasado y aunque hoy es libre, pide estar encerrada
de nuevo.
“Las
cosas se han puesto difíciles… por no decir jodidas”, me dice.
En
la plaza hay un cartel azul. Y en frente al actual Tribunal Superior de
Justicia. Y en la Casa
España. Y en el Correo. Y en el Complejo Cultural del lado de
Ramón y Cajal.
Pero
más me gusta la Plaza. Me
gusta cruzarla en diagonal. Detenerme frente al monumento de San Martín y mirar
las calles que la rodean. Cada vez que miro alrededor y me encuentro con esos
cuatro muchachos que me miran con curiosidad, preguntándose cuál será mi
próximo movimiento, se me viene a la cabeza esa duda. Muchachos, sí, ustedes,
los cuatro. Maipú, San Martín, Don Bosco y Errazuriz, les hago una pregunta:
¿por qué me miran así? ¿Será que soy uno de los pocos que se dio cuenta del
error que los atrapó para siempre? Sí, mis queridos amigos, nadie puede dar la
vuelta entera alrededor de la plaza en auto. Hay alguno de ustedes que está mal
parado. ¿Quién será? ¿Serás vos, Errazuriz? Me pregunto cuántos ciudadanos saben
quién sos. Si alguno sabrá que no eras argentino, sino chileno y que Roca y vos
fueron contemporáneos y ambos bregaban por la hermandad de Chile y Argentina.
Plaza
San Martín. Tu monumento. Monumento al que un amiguito mío le descubrió una
verdad: el General San Martín no señala hacia la Cordillera de los
Andes, sino hacia nuestra Catedral.
“No,
señala a los Andes”.
“No,
Luis, señala a la
Catedral. Si de acá, los Andes no se ven”.
A
veces me gustaría ser uno de esos cuidadores de la plaza, que la acarician con
un lado de la escoba y con el otro, escarban entre los ladrillos para sacarle
el barro amorosamente, como el manicure a una dama. A veces me gustaría ser el
cóndor que, desde el centro de la plaza, observa atento a la garita de los
cuidadores como diciendo: “Hagan su trabajo, che”.
Plaza
San Martín, menos mal que no soy turista, porque sino me hubiera tomado una
foto con vos y ya. Y con un “ya” no me alcanza. Quiero estar cerca. Por eso me
mudé al centro. Abro la ventana, saco la cabeza como un perro en un auto y alcanzo
a ver tus árboles agitándose al ritmo del viento. Te veo. Me calma eso. Me
calma porque veo que todavía estás ahí, que nadie te secuestró, que llorás a
escondidas y que no querés que te vean hacerlo.
Cuando
te visito me doy cuenta que extrañas a tus viejos amigos. Los amigos de tu edad
ya no te visitan porque tienen una orden de restricción. Viste cómo es esto:
“Nuevos dueños, nueva política”. Ahora estás rodeada de pibes que te pintan los
bancos, te pisan las flores, te mutilan las estatuas y te usan de escenario
para molerse a piñas.
Me
dicen que en las plazas de las ciudades importantes del país, al contrario de
la nuestra, han caminado grandes personalidades nacionales. ¡Y a mi qué!
Nuestra plaza fue recorrida por La
Trifona , Quique, Maseta, el Barón Rotchilds, Panchito, Gamito
y Aujier “el político”. Y son de acá, cacho… ¡De acá!
Nunca
lo vi al Barón Rotchilds hablando sobre cultura y dejando en secreto su
procedencia en la Plaza
de Mayo. No lo vi nunca a Gamito, el andaluz, diciendo su característica frase
“deja el caballo correr” en la Plaza Moreno
de La Plata ,
mientras, atiborrado de alcohol, filosofaba sobre la vida a su manera. No lo oí
al petizo Aujier (más conocido en los bares locales como “El político”) decir:
“pibito, traeme un cafecito” en un bar frontal a la Plaza 25 de Mayo, de
Resistencia, Chaco. Y menos aún a Quique, mendigar puchos, caminar tambaleante,
haciendo gestos obscenos y escupiendo a la gente frente al Monumento de la Bandera en Rosario. A eso
le llamo exclusividad.
Me
pregunto si alguna vez, al padre de la plaza, el señor Carlos Siewert, se le
hubiera ocurrido verla como está hoy: madura y hermosa. Plaza San Martín. Yo no
lo sé, pero estoy casi seguro que el día que murió su viejo y eterno amigo
Walter Roil, un viento azotó las copas de sus árboles, llenando sus veredas de
hojas secas y la gente, indiferente, decía “otra vez viento”, cuando lo que caían
no eran hojas arrancadas por el viento, sino lágrimas arrancadas por la tristeza.
A
veces, cuando la cruzo diagonalmente, me pego una escapadita hasta el puente de
madera y miro si ya habrán vuelto a poner las islas pequeñas con los faros, los
castillos milenarios y los barcos en la lagunita que se formaba allí, tal como
estaban en las fotos viejas, pero veo que nada más hay barro, papeles y hasta
botellas vacías.
En
fin, hay carteles azules por todas partes que me detengo a leer. Ahí está tu
historia, querida Gallegos, capítulos de tu historia.
¡Hey,
General San Martín! Vos que cruzaste los Andes, no estás en la Catedral
Metropolitana, estás acá, en la plaza, en la ciudad de Río Gallegos, Provincia
de Santa Cruz, República Argentina. Hoy estás acá, sos riogalleguense. Después
de todo, el barco que transportó tus restos desde Europa a Argentina es el
mismo que, cinco años después, trajo los materiales y la gente para comenzar a
cimentar nuestra comunidad aquel 19 de diciembre de 1885, el mismo que sale en
la bandera de Río Gallegos, el Transporte Villarino. Reclamo el cachito de
derecho que tenemos sobre tu nombre. Hoy sos nuestro. Mañana… mañana ya
veremos. Uno nunca sabe. Despertamos y de a poco nos van borrando los próceres
para imponernos otros.
Carteles
azules, capítulos de tu historia. Ya quiero leerlos, ya quiero cruzar la plaza
en diagonal, guardar esperanzas de que algún día jugaré con los barcos en la
lagunita, divertirme con mi sobrino a encontrarle la vuelta a las estatuas y
asomarme por la ventana y chusmear si por fin nevó y si por fin has vuelto a
sonreír.
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