Perdón si parezco egocéntrico, pero hoy quiero hablar de mí.
Es que, y perdón mis cachetes colorados, el jueves 15 cumplí añitos. 28 años…
un bebé. 28 tirones en las orejas. Sanguchitos de miga, chizitos, papitas,
palitos, maníes, una torta hecha por mi esposa con la cara de “Jake el Perro”,
de “Hora de Aventura”, algunos regalitos y gaseosas. Pero me negaron los
gorritos de cartón con algún dibujo infantil y el pelotero, porque soy adulto…
¡Porque soy adulto, dijeron! ¿De dónde sacaron ese argumento tan débil? Eso es
discriminación. Así que, mañana (porque hoy es feriado)a primera hora, me voy a
plantar en la Secretaría de la Niñez y Adolescencia a quejarme, porque lo que
llevo dentro no es el niño, sino el adulto. Aquel que dejó encarcelado a su
niño dentro (¿Dentro de dónde?) es un desagradecido. Yo soy todo niño.
Pero hoy, no quiero hablar de eso ni de los logros que yo
pueda haber tenido en estos 28 años, ni de recuerdos sobre aquel niño que daba
pasitos hacia una buena niñez ni mucho menos sobre si era o no aplicado. Quiero
hablar de una de mis mayores y mejores cualidades que me acompañó desde pibito
y sigue hasta hoy día: la autohumillación.
Ese que a los ocho años fue invitado a festejar el
cumpleaños del cura de la iglesia del barrio, soy yo. Me ves yendo con la
familia de mi mejor amigo y al llegar al quinchito de la iglesia donde se
estaba celebrando el cumple, donde todos tienen colgados los rosarios (y yo
no), donde todos saben más de cinco oraciones religiosas (y yo no), donde
ninguno toma Coca Cola porque es corrosiva para la salud (pero yo sí), viví esa
posición incómoda donde todos se giran para mirarte y yo entro a buscar un
salvavidas. Pero claro, es pleno invierno, cacho, ¿dónde voy a encontrar un
salvavidas en pleno invierno? ¿O acaso nunca viste ”Beiguach”? Ahí, todos andan
con sus torsos desnudos. En el tornillo que hacía esa noche, ni a palos alguien
te iba a tirar un salvavidas. Además de todo eso, llegamos tarde y me tocó esa
vergonzosa situación de saludar con un besito de niño a todos y cada uno de los
vegetes que estaban sentados. Y como si todo eso fuera poco, a ese niño que soy
yo, no le quedó otro lugar más que al lado del cumpleañero, que me junó de
soslayo y me preguntó si alguna vez me vio en una de sus misas. Yo le respondí:
“No, su Santidad, mi mamá me lleva a la otra iglesia que está más cerquita de
mi casa”. La respuesta no le gustó, no sé si por lo de la iglesia o por lo de
Santidad.
Me quedé sentadito, en
silencio a su lado y junté las manitos entre las rodillas. La mamá de mi
amiguito me dijo que hacía calor y yo que pensaba que eran los nervios de la
vergüenza. Me saqué la campera y sentado como estaba, la quise poner en el
respaldo de mi silla. Entonces, como en cámara lenta, ves que la manga de la
campera viaja en el espacio sahumeriado del salón y le da un toquecito al vaso
con vino del curita, éste pierde su estabilidad, se inclina, la gravedad se
ensaña con él y cae a la mesa, manchando el mantel, ensuciando la comida y
salpicando la ropa del cura. Desde entonces, te alejás de los curas, los vasos
de vino y si hace calor te la aguantás y no te sacás la campera ni mamado. La
verdad, no sé cómo sobreviví a esa situación.
Pero el problema con la autohumillación no radica en mí. De
última, llevo en este negocio ya 28 años. Hoy me preocupan mis porvenires. Mi
hija. Porque el siguiente caso de autohumillación que les contaré, lo veo
reflejado en ella.
Desde chiquito nomás pude experimentar lo que se sentía ser
rechazado en los cumpleaños, cosa que hoy me da risa, pero allá atrás, a
mediados de los noventa, no. Recuerdo aquel cumple de mi vecino Ramiro, que
vivía casi al frente de casa. Yo habré tenido ocho o nueve años. Estábamos en
su garaje, festejando. Ya del comienzo, le entré a dar a las papitas y chizitos
(que se vendían sueltos por kilo, no en paquetes, como ahora). Pasaban los
minutos y Luisito le seguía dando duro y parejo, mientras los demás pibitos
jetoneaban, se tiraban con la comida y yo sufría al verlo.
De fondo seguramente había una canción infantil, pero nunca
pude desarrollar la habilidad de comer y pensar en otra cosa al mismo tiempo.
Hasta que finalmente llegó el momento que estaba esperando:
el plato principal. Panchos. ¡PANCHOS, SEÑORES! Entonces, mientras la mamá del
cumpleañero colocaba la gran olla sobre una tabla de madera con el vapor
emergiendo de su redondeada boca y veía flotar las salchichas dentro, yo me
aferraba al rosario que ahora sí usaba y me temblaba la quijada. “Gracias
Diosito por dejar que alguien haga estas ricuras con carne de rata, comadreja o
lo que sea”.
Las manos no dejaban de sudarme, la respiración se aceleraba
y las patas me temblaban. Estaba todo dispuesto. Era un autoservicio y antes de
que alguno dijera ni “mu”, ya iba por el quinto pancho. El contador de
porciones marcaba hasta diez y ya lo había pasado.
Más tarde, llegaba ese lamentable momento en que la mamá del
cumpleañero mandaba a todos a mudar a la placita del frente. Todos salían
corriendo como salvajes, pero yo me quedaba en el medio de la calle, mirando
hacia dentro. Hacia los panchos. ¡HACIA LOS SOLITARIOS PANCHOS!
“Juguemos a la escondida”, dijeron y me llamaban a los
gritos. En la plaza había miles de lugares para esconderse, pero yo elegí un
lugar único: el centro de la plaza.
“…dieciocho, diecinueve, veinte. El que no se escondió, se
embromó”. El buscador, se giraba y tenía a simple vista a ese gordito que se
autohumillaba solito, sin esfuerzo. Debió haber pensado que no me esmeré mucho
en encontrar un escondite. “¡Piedra Libre al Luis!” decía. “¡Uh, me
encontraste, qué pena!” Y ahí nomás, descalificado, pegaba la vuelta, corría
hacia el garaje y me reencontraba con mis amigos, los “Franciscos”.
Exactamente al año siguiente, desde mi pieza sentí música
infantil, risas de niños y olor a Pancho. Salí a la vereda y vi cada una de las
caras que había visto en el cumpleaños pasado, pero no la mía. “Jesucristo”,
exclamé. “Yo y mi debilidad por los Panchos”.
¿El Registro Civil aceptará como nombre Pancho, Pancho
Ferrarassi?
Después de tantos cumpleaños, a los 28, sigo en la misma
huella. Soy aquel capaz de comer sanguchitos de miga, panchos, facturas, tomar
Coca y mate, todo al mismo tiempo. Un fenómeno de circo. Pero los actos de
humillación, creo que finalmente y gracias a Dios, ya son parte del pasado.
Uh, perdón queridos lectores, ahí vienen a cantarme el
cumpleaños feliz, los dejo un momento.
“… que los cumplas, Luisito, que los cumplas feliz”.
Aplaudo, pido tres deseos (no los digo, sino no se cumplen) y apago las velitas.
Aplaudo de nuevo y le pego a un vaso que está a mi lado. Mojé a un invitado. La
historia se repite, pero esta vez, estoy preparado.
“No te hagás drama que el vino sale fácil. Tenés el método
del agua mineral y la sal gruesa. Es así, anotá…”
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