Veo veo.
¿Qué ves?
Una cosa.
¿Qué cosa?
Maravillosa.
¿De qué color?
Turbio.
La ría.
¡Bingo!
Pero aunque vos no lo sepas, ella te escuchó, agachó la
cabeza y comenzó a llorar. Luego se sorbió los mocos, levantó la mirada, aclaró
su garganta dos veces y le cambio el humor cuando vio a un par de muchachos que
corrían por ahí, al ladito de ella. Eso le gusta. Que corran cerquita de ella y
que cada tanto le dirijan una mirada. Entonces, ella no se siente tan fea, tan
turbia. Se siente aceptada.
Es amiga de la Plaza San Martín y cada tanto, cuando nos
vamos de vacaciones y abandonamos esta nave que es Río Gallegos, dejándola
prácticamente desierta, se juntan a tomar unos amargos y charlan sobre
nosotros, los desaprensivos locales. Ellas lo ocultan pero les caemos gordos.
Sienten más simpatía por los turistas, los recién bajados de la terminal, los
fotógrafos y los poetas. Ellos no se fijan en si están sucias, abandonadas,
turbias, rotas, vejadas o silenciosas. Ellas comparten un idioma y ese lenguaje
sólo lo comprenden las gaviotas, las estatuas, las sirenas y todo aquel que
abra su pecho, cierre su boca y deje que su corazón hable al viento. Por eso,
la mayoría de los escritores comprenden lo que les pasa y lo escriben en papel
o lo imprimen en la memoria.
Ellas a veces se juntan con Quique y Maceta, porque ellos,
con el tiempo, aprendieron el lenguaje de ellas. Forman los Cuatro
Incomprendidos. Una mueve las ramas de sus árboles, la otra avanza y retrocede,
como la marea, el otro gruñe y el otro, larga un Fa con su silbato y dice que
tiene que irse a vender diarios.
A veces, entre las dos chicas, aparece un tema recurrente:
sus padres. La Plaza alega que su madre es la mismísima ciudad y que su padre
se llama Carlos Sewert, aquel que desmarcó usando pilotes de madera, los
límites de la futura plaza del pueblo, frente a la solitaria Catedral. Que su
verdadero nombre es Plaza Gallegos Sewert, pero el cholulaje le mandó San
Martín, para que no se perdiera la costumbre. La ría dice que su padre es Dios
y que su madre la inmensidad del mar. "Me llamo Inmensidad de Dios",
alias la turbia. ¡Qué triste!
La ría se quedó sola de nuevo. Llegó el invierno. Nadie en
la calle. Nadie para sacarse fotos. Sus días favoritos son los domingos porque
sin importar cuán frío o ventoso esté, siempre hay quienes se pegan una
escapadita al Galpón y la miran de soslayo mientras la señora se lleva una
bufanda de la Feria, el señor un cono piza, la nena pochoclos y el nene más
grande un libro y suben el auto para dar la vuelta del perro en la ciudad.
A la ría le gusta la temporada de escuela, porque cada
tanto, los chicos van al muelle a besarse y fumar. Incorrectamente prematuros
en la vida, pero visita al fin.
Hoy, además de turbia, la llaman "pesada", porque
cuando le prestás oreja, agarrate, que te entra a contar sobre la ciudad que
fue y nunca volverá a ser. Conocí a un pibe que tenía que rendir historia local
y andaba braceando para ver quién le daba una mano. Le dije que fuera a verla a
la ría, que ella le iba a dar info, pero no me hizo caso.
A la semana de reprobar su parcial, lo llevé a que la vea y
nos contó de todo. Nos habló de ese 19 de diciembre de 1885, cuando el
Villarino entró desde el Océano y ancló en sus aguas. "Ese día nació una
ciudad prometedora", dijo. "Pero ya murió". Nos contó sobre los
barcos que iban llegando y descargaban las provisiones, la actividad portuaria,
las nevadas que tanto le gustaban. Nos dijo que por culpa del cambio climático
y la ayuda del hombre, la fueron echando de a poquito hacia atrás. "Yo
antes llegaba casi hasta la Roca y al menos podía chusmear qué hacía la gente
en el centro".
Cuando nos fuimos lo hicimos con una promesa: llevarle una
foto del único que siempre la amó, Walter Roil. Pero Walter no era hombre de un
sólo amor, él tenía un harén: la ría, la plaza, la Roca, la San Martín, la Casa
España...
No conocí a Walter, gran inmortalizador de momentos
galleguenses, pero estoy plenamente seguro que no hubo hombre que amara más a
esta ciudad que él. Tarea para la casa: pongan en imágenes de Google "Río
Gallegos antiguo". Ahí se podrán ver todas las cartas de amor que Roil le
escribía a su harén. En esas cartas, uno se termina enterando que en la actual
esquina del Banco Santa Cruz, hubo una hermosa plaza, con hamacas, banquitos,
verjas, caminitos, plantitas… y desde allí se podía ver el Correo en todo su
esplendor. ¿Dónde estás placita, viejo amor de Roil? Cruel reemplazo
desproporcionado: una plaza por un Banco. En esas cartas, también se pueden ver
los nazis en el año 42, formaditos en la esquina de Roca y San Martín, con la
esvástica de fondo. ¡Ese es un amorío que da pavor! O aquella carta donde se ve
una gran ballena negra muerta y un montón de gente alrededor y arriba de su
cadáver posando, en 1946.
La ría guarda uno de los records más grandes de visitantes,
por eso es que no se siente solita. Además, los muchachos de Prefectura la
cuidan y velan por ella. Y también le hace compañía ese piloto que representa a
los caídos en las Malvinas, cuyo rostro se parece sospechosamente a alguien
conocido… Tarea para la casa: “Río Gallegos monumento al piloto caído” en
Google y lo verán. Esa es la clase de secretos que guarda “la turbia”.
Todos, en la ciudad, hacen algo por ella y yo, contento de
poder hacer mi parte, corrí a visitarla y le dije que escribiría una columna
sobre ella. Se sonrojó y me agradeció el gesto. Antes de irme, tomé una
piedrita y la arrojé hacia ella, haciendo sapito… eso le encanta. Cuando ya me
estaba alejando, me llamó y pidió un favor: que cuando Tiempo Sur publicara
esta misma nota que usted, estimado lector, está leyendo, se la llevara y la
depositara en sus frías aguas, así la leía.
Y esa es una promesa que pienso cumplir.
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